Cuando en 2011 se anunció que Portishead visitaría México para tocar en la segunda edición del Corona Capital, fue la respuesta a una de aquellas exigencias mentales que seguramente miles de personas le habían lanzado a un poder superior durante varios años, pero que ya había dejado de esperarse que fuese cumplida, y era eso lo que hacía tan especial la noticia, ya no era la época donde más enganchado a su música me sentía, algo normal en el mundo de los conciertos, y una razón del por qué algunos pueden dejar queloides emocionales. El Dummy hizo su trabajo desde la primera vez que lo escuché, era un anzuelo sonoro infalible; oscuro, melancólico, funky + Beth Gibbons. En la preparatoria sus discos cobraron un valor diferente -¿uno entiende más, siente más o escucha mejor?- y grabaron recuerdos muy específicos en mi memoria con una claridad informática.
Era un momento personal importante el experimentar ese sonido que había irrumpido fuerte hace años y que ahora solo era una estela de momentos pasados, además, la voz de Gibbons era algo que tienes que experimentar visualmente, ese es un plus de su personalidad como cantante. El recién creado Festival Corona Capital se estaba ganando el corazón de miles con tan solo un nombre, de un golpe se formó una reputación en una ciudad con 119,000 millones de habitantes por aquel entonces.
Así llegó el tan esperado domingo, había quedado con algunos amigos de llegar a las 11 am para tomar las tradicionales chelas en la tienda que está en frente de la entrada del Autódromo cruzando la avenida, en ese momento el evento no tenía la convocatoria tan extrema como ahora, así que había boletos todavía en taquilla, y no había muchas personas formadas a esa hora de la mañana, por eso antes de comprar mi ticket me fui a las cervezas… Era un poco más de las 2 pm cuando fui a formarme, esperé un buen rato para llegar hasta los primeros lugares de la fila, había cierto nerviosismo ya en el aire porque se empezaba a correr la voz de que ya no había boletos, a mi me tenía sin cuidado porque ya estaba a una persona de que fuera mi turno, avanzó la chica de adelante, y unos segundos después cerró la ventanilla la taquillera, después la otra, sin más, me había quedado sin boleto, petrificado bajo el sol y con ganas de llorar.
Uno desesperado hace estupideces, y en lugar esperar y pensar, corrí a buscar un revendedor, para mi buena suerte encontré uno, ya saben están siempre al acecho, hicimos intercambio y listo, la calma volvió en mi casi tan rápido como el miedo de saberme fuera del concierto de hace unos minutos. Volví a las cervezas, una onda 5 o 6 estábamos dando la vuelta en la curva donde está el ingreso, pasó uno, pasó otro, otro, pasé yo y … “disculpe señor pero su boleto ya pasó”, otra vez el frío dolor me hacía zumbar los lagrimales.
Salí corriendo, tomé un taxi y me fui a ver a mis padres para pedirles dinero, Portishead tocaba hasta las 8:30, había tiempo para buscar otro boleto con esos gañanes, no me iba a perder esto así de fácil. Conseguí $1800, por una razón extraña todo ese día cargué mi Ipod de 180 gb, llegué minutos antes del dead line; No lo podía creer, ya no tenían boletos, los pocos que estaban en la entrada del metro todos compraban, nadie vendía, la única que apareció era una señora y tenía 2, mi suerte todavía no se extinguía por completo, y para hacerlo más dramático, un estallido de gritos me sacudió la cabeza, no había duda, estaban saliendo al escenario. La de los boletos quería $3500, ¡Qué!, le ofrecí los 1800 y mi ipod mientras le explicaba que este era el penúltimo acto, que no había nadie más afuera, que era imposible que vendiera ese ticket y que el reproductor valía más, era un trato más que abusivo que aceptaba sin ninguna objeción. Reconocí la voz, el concierto que tanto había esperado había iniciado, yo seguía rogándole a una revendedora y los gritos eufóricos no cesaban. Estuve implorando por dos canciones, era como hablarle a un tronco: “eso o nada” fue su última oración. Me senté en la banqueta con mi dinero, mis 180 gb de memoria y escuché una canción más. Llorar era lo menos que podía haber hecho.