“Los Ángeles, 1986: Un chico se me acerca: Tu eres Henry ¿no? ¡Escúpeme cabrón!, sería un cumplido viniendo de ti. Así que le escupo en medio de la cara. Me da las gracias y se va. Me quedo allí mirándole unos momentos. Pero lo pienso bien y regreso ,me acerco a él, le agarro por el brazo y lo acerco a mí y le digo: escucha, la próxima vez que alguien te escupa a la cara, le rompes la mandíbula. Y el tipo dice: Pero es un cumplido viniendo de ti. Le digo: No es un cumplido de nadie, no te degrades nunca hasta ese punto. Dijo que no, no muy convencido y se fue. Me pregunto qué chingados tenía ese chaval en la cabeza”, lo que pudiera ser un mero anecdotario se convierten en redondas elipsis en las que confesiones desgarradoras, como los abusos sexuales que Rollins sufrió de niño o sus coitos en la parte trasera de una camioneta con una chica mientras un compañero hacía lo mismo a unos cuantos milímetros (las descripciones de esas escenas pueden levantar sospechas de tensión homo eróticas en jotos como yo), la observación desterrada, la crítica y los aforismos como tiro al blanco conviven en una fluidez huraña pero demasiado sensible al mismo tiempo.
Breve historia de la ideología straigth edge: menores de edad que le daban al hardcore punk tan despiadado como para quebrarte el cuello con tan solo tren brinquitos; una respuesta ante las restricciones cívicas establecidas por los adultos cuya permisividad de autodestrucción sólo podía ejercerse después de los 21 años. Entonces decidieron crear sus propias reglas: organizar toquines sin alcohol, agua gratis y todas las luces de 100 vatios encendidas y mucho, mucho slam. Probablemente había más sangre que cigarrillos. La violencia adolescente era la única droga que circulaba. Se suele ubicar a los de Minor Threat como los creadores de estos espectáculos que sin proponérselo derivó en una de las ideologías más radicales: jóvenes que proponían una revolución de pensamiento sin estimulantes, carnes de animales ni sexo con mujeres u hombres.
Sólo canciones de menos de dos minutos y furia y sudor.
Y lo cumplían religiosamente.
Aunque un par de años antes Henry Rollins, amigo íntimo de Ian MacKaye líder de Minor Threat, ya practicaba un régimen de cafeína, galletas y pesas pero nada de drogas: “mientras todos se ponían hasta la madre de cervezas, mariguana y ansiolíticos, yo bebía cantidades industriales de café. Eso generaba una tensión de desfase en los conciertos de Black Flag” dice Rollins en Get in the van, un libro a estas alturas clásico que prácticamente es la publicación de los diarios que Rollins escribió durante algunas giras en las que hacía de cuarto vocalista de la banda oriunda de Hermosa BeachCalifornia Black Flag (antes de Rollins, Keith Morris, Ron Reyes y Dez Cadena fungieron de cantantes) que abarcan los años entre 1981 y 1986 aproximadamente, quizás el momento que determinara la personalidad histórica del grupo que definió hardcore punk para siempre.
Lo de Rollins no fue una postura calculada. Es que no alcanzaba para más y el incremento de la masa muscular era un caparazón para hacer frente a la violencia endémica en los conciertos de Black Flag, la fuerza necesaria para quebrar encías de skindheads fachas y otros maniáticos que se subían al escenario para retar al Henry a golpes:
“Andar de gira con Black Flag significaba tocar en locales sin calefacción, comunas de punks, hambre, miseria y dolor. Pero no me importaba. Lo importante era sacar toda la furia acumulada mediante buena música y divertirte mientras tanto” dice Henry Rollins en una parte de su libro Get in the van: “esperabas que una familia se levantara y cogías la tostada que el niño pequeño no se pudo acabar, y te la llevabas a tu bandeja antes que nadie se diera cuenta porque, si alguien te veía, se encabronaba y te echaba a la calle. Esa no era la forma en que me habían educado. A mi me habían criado con ropa interior blanca y limpia, tres comidas completas al día, una cama con colchas de Charlie Brown; la típica educación de clase media. De modo que todo aquello era nuevo. Íbamos a Oki Dogs , les tirábamos los perros a las chicas punks y les decíamos, ¡Somos pobres, danos de comer!”.
Get in a van, además de un documento clave editado por la editorial del propio Rollins 2.13.61, sirve para entender como el rock independiente se abrió camino entre el tirano mainstream en tiempos que nada tiene que ver con las holguras indies de hoy, donde hasta el más vegetariano exige un catering tan extravagante como cualquier roadie de Poison; es un deleite no sólo por inmiscuirse en los recovecos más parranderos y melodramáticos de las muy distintas personalidades de Black Flag según la navaja psicológica de Rollins (a Greg Ginn, fundador cero de la banda, lo describe como un maniático de la perfección que los ponía entrenar como si los conciertos fueran campos de batalla- de algún modo lo eran- apoderado de un silencio impenetrable que a menudo lo intimidaba; del bajista Chuck Duloswki recuerda su carácter “supercarismático” y optimista al que no le paraba la boca ni un segundo, dado a hacer preguntas bizarras y al batería Roberto “Robo” Valverde lo ubica en el panorama inmigrante obsesionado con defenderse) que muestra la brutal lucidez de Rollins derramada en las hojas en blanco, dejando muy claro que además de showman mamado, es tremendo escritor.
“Ginebra, 1984: Dez (cadena) se lo pasó en grande con uno de los punks de la comuna. Puso una cinta de ZZ Top en la radio de la comunidad. Todos empezaron a gritarle. Dez les dijo que era el nuevo disco de The Exploited. Los punks eran estúpidos: uno incluso se puso a llorar. Lo digo de verdad.”
Eran tiempos en los que las bandas se medían por su lealtad a si mismas y no por los niveles de audiencia o el impacto en las listas de popularidad. Black Flag era las más rigurosa en ese propósito, ensayos de más ochos de horas diarias, lecturas de Dostoievski y una militar autocrítica predominaba en la metafísica del cuarteto.
En ningún momento de Get in the van Rollins sucumbe a la tentación de la hipocresía del rockstar: se reconoce como un traumado narcisista que marcaba una distancia con el resto de sus compañeros, le pedía dinero a sus padres para luego comprarse comida que no compartía con nadie y apenas se percató del poder de su carisma como líder de Black Flag, lo explotó de tal forma que opacaba conscientemente al resto de los Black Flag, denigrándolos a mitad de los conciertos, acaparando las entrevistas y empezando una carrera en solitario que precisamente empezaría con una vertiente literaria que al día de hoy rebasa la docena de títulos.