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¿Quién diablos es Catalina Creel?

Ataviada en conjuntos de chifón brilloso y un aseñorado y espeluznante peinado, anticuado, vintage e histérico, combinación de aquella obsesión interestelar de los B-52s por las pelucas de los 50, con el sarcasmo desbordado y cínico y cruel de John Waters. Si algo había en ella, además de soberbio refinamiento, era sarcasmo y crueldad, para matar de risa. O matar simplemente, así a secas, como asesinan los psicópatas con denominación de origen, narcisistas, seductores, imponentes, casi irresistibles.

Por eso el maldito parche en el ojo derecho en siniestra armonía con las faldas o los sacos del día, el enfoque que siempre precedía a un arranque de brutalidad, como cuando enterró el atizador de metal sobre el vientre de Vilma con algunos meses de embarazo:

En los ochenta, lo que imperaba en México era la sensación de estar sumergidos en una especie de oscurantismo pop. Una de las frases más comunes en ese entonces era la de que a México todo llegaba bastante tarde, las películas, las series, la música. Aquellos que estaban al tanto de las vanguardias fuera de las tierras aztecas eran considerados dioses adelantados de su tiempo. Y mientras la política nacional atravesaba por uno de sus tantos momentos críticos, hostigado por fantasmas de corrupción, devaluación y fraudes,  el entretenimiento estaba monopolizado por Televisa, en ese entonces Tv Azteca era una transmisión estatal administrada por el estado bajo el nombre de Imevisión y la televisión por cable era un privilegio casi para multimillonarios.

Fue por esa época en la que un movimiento intelectual empezaba a decir que las telenovelas era un medio para mantener al pueblo mexicano enajenado con melodramas con entumecieron cualquier instinto revolucionario.

Hay mucho de cierto en ello, sin duda. Pero sería mezquino negar que aquellos melodramas ochenteros, además de enajenación vil, había calidad. Basta recordar a Arturo Ripstein dirigiendo Dulce Desafío con Adela Noriega y Eduardo Yañez o Jorge Fons detrás de cámaras de La casa al final de calle, de las telenovelas más oscuras e inexplicables que produjo Televisa, casi rayando en el delirio de David Lynch y por lo mismo su éxito fue nulo.

Pero de todas, Cuna de lobos es probablemente la mejor telenovela que haya visto el pueblo mexicano.

No sólo por lo torcido de la historia. En Cuna de Lobos trabajaron la créme de la créme de la nómina actoral de México, Gonzalo Vega (que escandalizó por travestirse en la versión mexicana del Show de terror de Rocky), Diana Bracho, Alejandro Camacho, Rebeca Jones, Carmen Montejo, y la gran actriz María Rubio en el siniestro papel de Catalina Creel, la reina de la manada de los lobos. Actores con más tablas que cualquier youtuber chistoso.

La de Catalina no fue una creación original, cierto, los tremendos escritores Carlos Tellez, Carlos Olmos y Enrique Serna se inspiraron en la Sra Taggart de The Anniversary de Roy Baker de 1968, en la que Bette Davis interpreta a una odiosa madre que disfruta manipulando a sus hijos según sus intereses e histerias y que también llevaba un parche.

Pero siendo el formato de telenovela, con más de 150 capítulos, el personaje de Catalina Creel fue más lejos que la Davis, encantadora y asesina serial en un cuerpo alto imponente, como el de María Rubio, que poseía una estatura inusual y contrario al imponente personaje, fuera de cámaras, sus compañeros la describían de un tímido casi patológico.

Para cuando Maria Rubio llegó a Cuna de Lobos su carrera era ya un cúmulo de prestigios en televisión y teatro. Aunque el personaje de Catalina Creel fue su punto más alto. Y condena, le fue difícil sacudirse esa imagen por algún tiempo.

La maldad matriarcal de Catalina Creel la llevó a convertirse en un personaje icónico de la televisión mexicana, decían que todo México se convertía en un país fantasma, como las calles de The Walking Dead, cuando Catalina Creel acaparaba la pantalla chica en 1986, haciendo toda clase de impulsos psicópatas con tal de mantener a la manada de lobos unida bajo esa peligrosa institución (otros se refieren a ella como valor) llamada familia, que bien puede ser el mejor lugar en el que uno puede estar. O un campo de batalla. Y Cuna de lobos retrató esta último, una familia que aunque almacenaba millones de dólares en cuentas bancarias (fortuna producto de las ganancias de las farmaceúticas de los Creel), y estacionaba uno que otro Rolls Royce en la cochera, sus miembros terminan hundidos en el estado más primigenio al que puede llegar una familia, como los lobos, hincándose colmillos unos a otros, casi mutilando a sus crías, como aquella vez en la que José Carlos Creel (típico nombre telenovelero) desenmascara a su madre, madrastra en realidad, echándole en cara que su parche era una farsa, jamás estuvo tuerta, todo era una treta para chantajear emocionalmente a su hijastro, generar en él una culpa y trauma que casi lo inciten al suicidio y así,  asegurarse que la fortuna sólo quede en manos de los Creel de sangre pura:

Probablemente Cuna de lobos marcó un punto inalcanzable en el entretenimiento mexicano por la pulcritud de manufactura, aún en las tesituras camp de las que ningún culebrón está a salvo, pero la calidad del guión y las actuaciones son indiscutibles.

México no volvió a una tener un villano tan poderoso como Catalina Creel, nuestro orgulloso Hannibal Lecter y en cuyo poderío había mucha vena feminista.

Como datos curiosos, cuentan que durante los primeros capítulos, la familia Creel, los de la vida real, a la que pertenece el ex senador panista Santiago Creel, estaban molestos por el hecho de que un personaje tan perverso llevara su apellido. Pero cuando la telenovela terminó, SPOILER ALERT,  con el suIcidio de Catalina (un personaje con un ego como el suyo, tan orgulloso de sus convicciones, no se iba permitir terminar en la cárcel) la verdadera Familia Creel estaba tan maravillada, que pagó una esquela en algunos periódicos en la que lamentaban la muerte de su familiar Catalina Creel.

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